De este lado de las palabras, al otro lado de las novelas, en el mundo ficticio de los personajes.
Sois bienvenidos, visitantes, y desde el otro lado de las páginas de una novela en blanco, os invito a tomar asiento y pasar un buen rato.
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viernes, 2 de enero de 2015

La cazadora.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que usé este blog para contar algo, y hoy voy a colgar un relato. ¿Por qué?  Tal vez para confundir a los osos, o para no confundirlos, ¿quién sabe?
Disfrutad del relato...  Si estáis ahí (sonido de grillos).

La Cazadora. 

El caballo detuvo sus pisadas en medio del camino, incómodo de pronto, como si algo estuviese acechando entre las sombras. El jinete lanzó una maldición. Había sido invitado a la fiesta de disfraces del duque, y ya llegaba tarde. Había decidido atajar por el camino del bosque para llegar más rápidamente a la mansión, y su montura le estaba haciendo perder un tiempo que no le sobraba.
Cubierto ya su rostro con la máscara que iba a llevar a la fiesta, miró a su alrededor mientras se preguntaba qué era lo que había visto su corcel. El camino del bosque estaba abandonado, y a la luz de la luna era evidente que nadie lo usaba desde hacía mucho. A su mente vinieron las advertencias de los aldeanos, y las leyendas que tanto se oían por los alrededores. Se hablaba de demonios que robaban el alma a los hombres, de seres aterradores que arrancaban la piel a sus víctimas y se vestían con ellas para conseguir más presas.
Pero él no creía en viejas leyendas. 
Sin embargo, algo había detenido a su corcel, algo que se movía entre los arbustos, algo que miraba a caballo y jinete con unos ojos de un intenso color rojo.
Leyendas, se dijo el jinete; no podía tratarse de una bestia real, los monstruos no eran más que invenciones de los pueblerinos para llenar su tiempo durante las duras jornadas de trabajo en los campos.
Un ruido le advirtió de que algo se movía a su espalda; algo corría tras ellos, saltando entre los arbustos, perdiéndose entre los árboles. 
Asustado, clavó las espuelas a su montura, que brincó, iniciando el galope a toda velocidad.
Lo que nunca debió salir de las leyendas estaba ahora en el camino, corriendo sobre sus poderosas patas, siguiendo a su presa a toda velocidad, abriendo con sus garras el suelo de la senda, dejando tremendas marcas.
Aquella cosa parecía un lobo, pero era enorme, del tamaño de un hombre, cubierto de un pelaje negro que lo ocultaba en la noche, aunque sus colmillos, afilados como espadas, parecían brillar bajo la luna, al igual que sus ojos, inyectados en sangre.
El caballo, sintiendo el peligro que corría, aceleró todavía más, y sus herraduras arrancaban destellos al estrellarse contra las piedras del camino.
—¡Déjame en paz, enviado del demonio! —gritó el jinete, aterrorizado.
De nada servían los gritos, pues la bestia no se detenía, sino que se acercaba cada vez más a la montura, que no era capaz de aumentar el ritmo.
Y entonces la criatura se detuvo, el bosque terminó, y a escasa distancia apareció la mansión del duque. El jinete estaba a salvo, había llegado a un lugar en el que no había bestias peligrosas que pudieran suponer un problema.
Jadeaba, pero aunque la bestia no había salido del bosque, no detuvo el ritmo de su montura, sino que siguió galopando hasta que estuvo lo bastante cerca de la entrada de la mansión.
Trató de calmarse, pues un mozo venía para llevar el corcel a la cuadra del duque, y no iba a permitir que ningún criado le viera jadeando de aquella manera, aterrorizado.
Se oían voces y risas que venían del interior, al menos no había llegado tan tarde como temía, así que había merecido la pena tomar el camino del bosque, a pesar del enorme lobo que había visto.
Máscaras, risas, bebidas, comida..., pronto el encuentro vivido en el bosque quedó como una locura, algo que su mente se negaba a aceptar, que no podía ser real. ¿Un lobo tan grande como una persona?, simplemente era imposible.
La gente se divertía a su alrededor, el duque repartía saludos y sonrisas entre sus invitados, y él empezaba a evadirse, a olvidar todo lo que sucedía. Los rostros de los demás invitados, deformados por sus máscaras, le hacían recordar el episodio vivido momentos antes… y sin embargo, ahora todo aquello le parecía irreal.
Empezaron a colocarse en sus posiciones para bailar, cuando las puertas se abrieron para dejar pasar a una invitada que llegaba tarde. Todos los ojos se clavaron en ella, pues llevaba un llamativo vestido rojo, y su máscara convertía su rostro en el hocico de un lobo, lo que hizo que decidiese que su encuentro había sido un simple sueño, tal vez un recuerdo falso motivado por el alcohol.
La mujer atravesó la sala con todos los ojos clavados en ella, y al comprobar que el jinete no tenía pareja, se detuvo ante él.
—No tenéis pareja —susurró con voz dulce.
—Ahora ya sí —respondió él.
La mujer había sonreído bajo la máscara, y aunque el hombre no podía ver sus labios, que ya imaginaba carnosos, sí veía sus ojos, grandes y de color miel, que parecían sonreírle.
Se movía con gracia, como si toda ella fuese la encarnación de la armonía. Sus movimientos obligaban a todo el mundo a mirarla, pero ella sólo bailaba con el jinete, como si no hubiese nadie más en la sala, como si sólo estuviesen ellos dos en el mundo.
Y paró la música, siguieron las charlas, las risas, y sobre todo el alcohol. El jinete ya no quería beber más, temía que el licor le nublase la mente, y deseaba estar despejado para ver a la extraña del vestido rojo con máscara lobuna.
—Bailáis bien —dijo entonces, dispuesto a conocerla—. ¿Os conozco, mi señora?
Una risita musical llegó hasta él.
—Por supuesto que me conocéis, yo soy la cazadora —dijo en tono de burla—, la que os ha cazado sin daros ni un solo mordisco.
La voz de la mujer le daba tranquilidad, una voz dulce, tranquilizadora, intrigante.
—Eso no es justo —respondió él, siguiéndole el juego—. Vos me habéis visto el rostro mientras bebía, estoy seguro. A mí me parece que lo justo es que me mostraseis el vuestro, desearía veros la cara.
Otra vez una risita.
—¿Es que no os gusta el rostro de la cazadora? —preguntó ella, divertida, al tiempo que se llevaba las manos a la máscara y tiraba de ella—. Está bien, pues, ved el rostro de la cazadora, así quedamos en igualdad de condiciones.
El rostro de la joven era tal y como el jinete había imaginado, un óvalo perfecto con unos labios carnosos y rojos, mejillas rosadas y una nariz pequeña. El pelo oscuro le caía a los lados, enmarcando su rostro, haciéndola aún más bella.
—Sois hermosa —susurró.
—Pero todavía hay cosas de mí que queréis ver —fue la respuesta.
No esperaba tal  muestra de picardía, sin embargo le gustó el modo en que la joven tiró de su mano para alejarlo de los demás, haciéndolo caminar por los pasillos de la mansión del duque. Encontró una puerta y empujó, entrando a una sala pequeña iluminada por un candil.
—Es cierto que sois cazadora —dijo, sorprendido.
Pero no dijo nada más, porque la joven no había perdido tiempo, desembarazándose de su precioso vestido rojo. 
El jinete se sintió maravillado ante su cuerpo desnudo, y no pudo evitar el deseo de acariciar su piel clara, y de sentir bajo sus dedos sus anchas caderas y sus grandes pechos.
—Preciosa —murmuró.
La mujer se acercó a él, que no podía apartar la mirada de su cuerpo desnudo.
—Pero todavía hay algo más —susurró la joven con tono meloso.
El jinete, seguro de que se refería a la ropa que él llevaba puesta, se dispuso a desnudarse. Los largos dedos de la mujer hicieron una señal para detener sus manos.
La cazadora alzó las manos sobre su cabeza y las bajó lentamente hacia su nuca, en un movimiento que hizo que sus pechos pareciesen aún mayores. Como él estaba tan ocupado admirando sus atributos, no pudo ver cómo ella empezaba a desprenderse de la última parte de su disfraz.
De un tirón se arrancó la máscara que era su cara, y ya no era el hermoso rostro de una joven el que contemplaba al caballero, sino un hocico largo y oscuro con afilados colmillos, y unos ojos rojos que anhelaban sangre.
El jinete, al igual que su caballo en el bosque, se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar, viendo cómo la criatura que tenía delante se arrancaba el disfraz, tirando el cuerpo desnudo de mujer a un lado para dejar a la vista el cuerpo de la bestia, que crecía y tomaba tamaño ante él.
—Pero tú…
—Soy la cazadora —respondió con la misma voz dulce—, nunca miento.
Y se lanzó sobre su presa, que apenas tuvo tiempo de emitir un grito. Los colmillos de la cazadora pronto terminaron con su temor.
La fiesta terminó, los invitados felicitaban al duque, prometiendo volver a la próxima fiesta. Salvo uno de los invitados, que avanzaba con pasos tranquilos, sin montura, pues su caballo se había escapado. Aun así, caminaba sin miedo hacia el bosque.
El cazador sonreía, tenía un disfraz nuevo y había comido bien.

sábado, 31 de marzo de 2012

El cubil.

Tengo este blog muy abandonado, y la verdad es que no puedo decir nada en mi defensa, excepto, tal vez, que no digo nada porque no creo que haya nada que pueda decir. En principio quería usar este blog para hablar de cosas, cosas serias e importantes, pero la verdad es que no suelo hacer ese tipo de cosas, por lo que dejo aquí otro de mis relatos, escrito mientras espero noticias sobre una de mis novelas (y me he comido las uñas hasta la altura del hombro ya).
Espero que sea del agrado de los lectores y, una vez más, ruego disculpéis las faltas que podáis encontrar.

El cubil.



Las lágrimas de sus mejillas se helaban, congelándole el rostro. Un fuerte viento empujaba contra él la nevada, copos pálidos que caían ante su camino, quedando atrapados en la maraña negra de su pelo y barba mientras avanzaba, desafiando al frío y a la propia montaña.
No sentía frío, ni miedo, realmente ya no podía sentir nada excepto odio, un odio intenso que lo animaba, haciendo que su pierna se alzase, moviéndome un corto tramo para caer pesadamente sobre la nieve, enterrándose en ella su bota, repitiendo la operación una y otra vez, dejando a su espalda las marcas de un camino que él mismo iba abriendo.
Miraba al vacío, sin atender a las enormes rocas, a las nubes oscuras o al manto pálido que se extendía a su alrededor.
Mantenía la cabeza gacha, avanzando contra el viento que bajaba de la montaña como si fuese un aviso, y a la nieve caían lágrimas y sangre, derramada de sus manos, destrozadas porque se había obligado a cavar con ellas la tumba, marcándola después con un triste madero sin poder escribir nombre alguno, porque la palabra escrita no era su fuerte.
No podía sentir nada, la ira y el entumecimiento mantenían aquellas manos, de uñas rotas por el esfuerzo, apretándose firmes contra el mango del hacha, pero sí notaba muchas otras cosas, porque el rugido de la tormenta no era lo único que resonaba.
Escuchaba los gritos, los chillidos de los niños, las lágrimas de la gente y su voz, la voz que deberían tener los ángeles, en un tono de agonía que jamás consentirían los dioses. Se negaba a cerrar los ojos porque no lo recibía la reconfortante oscuridad, sino la sangre, derramada sobre la nieve como una ofensa a su pura blancura.
Todavía su pelo olía a quemado, aún sus ropas estaban sucias por la sangre derramada y resonaban las voces y los gritos en sus oídos, pero ascendía, paso tras paso, sin vacilar en ningún momento, dispuesto a encontrarse con la muerte en la cima.
La anhelaba, no sobreviviría, no podía permitirse tal cosa porque era la muerte lo que esperaba cuando se detuvo, vislumbrando una abertura enorme entre las rocas. No había nieve allí, incluso su pelo empezó a chorrear porque hacía calor y se derretían los perfectos copos.
El cubil de la bestia era tal y como esperaba, una entrada amplia que llevaba a una sala aún mayor, y no se preocupó en reducir su paso ni en respirar con menos fuerza, porque deseaba que la bestia lo viese al entrar, tal vez así todo acabaría antes para los dos.
Lo recibieron las llamas, un chorro de fuego tan intenso que hasta la piedra tras la que se cubrió para protegerse parecía a punto de fundirse, pero aunque le costó llevar aire a sus pulmones, se levantó con orgullo, aferrado a su hacha con la intención de vengarse antes de cruzar al otro lado.
Los ojos de la bestia, ojos de reptil que lo miraban con ira, eran tan grandes que incluso podía ver en ellos su reflejo, atravesando la pupila vertical. La pesada respiración del guerrero superaba incluso a la del dragón que lo miraba, con las fauces abiertas, dispuestas a tragárselo por entero.
No dijo nada, su garganta tenía un nudo desde hacía horas, sólo pudo soltar un rugido inhumano cuando alzó el hacha y la bestia abrió sus alas en la cámara, defendiéndose del ataque y lanzándolo contra la piedra con la larga cola.
Sintió partirse las costillas cuando recibió el golpe, un dolor que parecía ajeno, ya que no estaba vivo. Había muerto hacía un buen rato, había muerto varias veces, expirando cada vez que enterraba las manos desnudas en la nieve para cavar la tumba. Había perecido cuando miró su rostro, sucio y húmedo, y sintió cómo le arrancaban el corazón cuando besó su frente, antes de lanzarla al fondo de aquella fría tumba para despedirse de ella con lágrimas en los ojos, para cubrirla de tierra y nieve.
Abrió la boca y rugió, porque aquella bestia que tenía delante era más fuerte, pero no podía herirle, al menos ya no. Las costillas rotas no impidieron que se levantara, aferrado a su hacha para atacar, fallando el golpe y recibiendo otro coletazo que lo envió de costado contra las paredes de la cueva.
El sabor de la sangre en sus labios, puntos luminosos ante sus ojos que parecían estrellas, una niebla oscura que empezaba a atraparlo. No era suficiente, porque cada vez que cerraba los ojos, en su cabeza otros se abrían, unos ojos castaños que lo miraban con terror, sin poder evitar suplicar.
-No quiero morir –dijo ella en alguna parte, dentro de su cabeza.
Abrió los ojos y miró a la bestia, que estaba sorprendida por la resistencia del guerrero. No sabía que el humano había oído miles de veces aquellas últimas palabras, pronunciadas en tono de súplica, con voz agónica y lágrimas en unos ojos castaños tan hermosos que habría ofrecido su alma a cambio de su felicidad.
Cuando el guerrero se incorporó por tercera vez, a pesar de que el brazo estaba destrozado por el brutal golpe contra la pared, y de que un hilo de sangre empezaba a caer desde su cabeza hasta su mejilla, miró al dragón.
Tiempo atrás le había parecido enorme, pero ahora era un lagarto grande, con alas y muchos dientes. Gruñó, y la sangre de su boca salpicó el suelo.
A pesar del dolor, sin importarle la debilidad de su cuerpo, se lanzó una vez más con el hacha por delante, viendo cómo la cola se agitaba. Fue despedido y rodó, pero el dragón emitió un sonido que le indicó que había acertado. El sonido del metal contra la roca le reveló que el hacha había caído y pudo ver la cola, partida en dos.
Recuperó el arma, cojeando y sin miedo, mientras que la bestia lo miraba. Pudo ver antes de que todo pasara, cómo las narinas del monstruo se abrían, tomando aire, y rugió como una bestia enarbolando su hacha, saltando hacia la criatura, buscando su cuello con las cuchillas de su arma.
Acertó el golpe, el chorro de fuego escapó por la herida en el cuello de la bestia, chamuscándole el pelo y quemándole el brazo. No gritó, aguantó para asestar un segundo golpe contra aquel cuello robusto. La bestia cayó hacia delante, derrumbándose sobre él.
Sintió cómo el fuego se derramaba sobre él, su pelo enmarañado se quemaba, sus ropas ardían y él rugía, golpeando a la bestia que lo aplastaba, hasta que el fuego dejó de salir.
No podía respirar por sus costillas, aplastada ahora. Cada trozo de su cuerpo estaba destrozado por la pelea y las llamas. No era suficiente, porque todavía escuchaba su agonía, aún no se había apagado y la bestia estaba muerta.
Logró salir de debajo del dragón, le costó y sintió un dolor terrible. Su pierna se había quedado allí, debajo de una de las patas del monstruo, destrozada por sus garras, pero de todas formas ya no la necesitaba.
Se arrastró como pudo por el suelo, cada vez su visión estaba más oscura, cada tramo que avanzaba, aquella niebla oscura le ganaba terreno.
Sintió la nieve bajo sus manos destrozadas y en su cabeza, entonces se giró y quedó mirando al cielo. Las lágrimas caían, los delicados copos de nieve bajaban hacia él, llegando hasta su cuerpo destrozado.
-Quiero irme contigo –dijo, rompiendo el nudo de su garganta-, quiero volver a tu lado.
Cerró los ojos y lloró amargamente, no por el dolor, no porque ya sentía la muerte, sino porque aquellos ojos castaños no volverían a mirarlo jamás, ni aquellos labios que con tanta facilidad mostraban una sonrisa, sonreirían más para él.
Y lloró amargamente, apagándose como una vela, rodeado cada vez por más nieve que cubría su cuerpo maltrecho, estremeciéndose con cada recuerdo.
-Deseo estar contigo –gritó, a modo de súplica.
-Pues entonces, ven conmigo –susurró una voz en alguna parte.
Sintió calidez, percibió algo que se movía a su lado y movió la cabeza. Allí estaba ella, brillando ante él con su eterna sonrisa, mirándolo con aquellos hermosos ojos castaños.
Cerró los ojos un instante, deseando conservar aquella imagen, obligándose a olvidar la piel fría que sintió cuando besó su frente antes de dejarla en la tumba.
Y bajo la nieve, delante del cubil de la bestia, el guerrero nunca volvió a abrir los ojos, arropado por la tormenta y con una sonrisa en sus labios ensangrentados

sábado, 15 de octubre de 2011

Ojos muertos.

Al parecer, el anterior cuento ha gustado a los lectores de este humilde rinconcito, y tengo practicamente en marcha una precuela del cuento anterior. No tengo mucho que decir ni que opinar, así que seguiré mientras con mi serie de cuentos. Espero que os guste el que os dejo.

Ojos muertos.

Se revolvió en el lecho y despertó. A su alrededor sólo tenía oscuridad, rota solamente por la lucecita de la televisión, un pequeño ojo rojo que le miraba a través de la negrura.
Oía perfectamente la lluvia sobre el techo de policarbonato que cerraba el patio, al otro lado de la ventana de su habitación, gotas gruesas que caían con fuerza, y el eco en las paredes aumentaba el sonido.
Pese a la insistente lluvia hacía calor, no podía estar en la cama con las mantas hasta el cuello, y se destapó. Quiso dormir de nuevo, no podía.
Se incorporó para alcanzar el interruptor y tentó la pared hasta dar con él, cerró los ojos ante el fogonazo de luz amarilla contra las paredes blancas, el ojo rojo de la televisión no resultaba tan llamativo ahora.
Miró su reloj de pulsera y esperó, su mente necesitaba un poco de tiempo para entender que había despertado. Las tres de la mañana, ya era domingo.
Necesitaba beber un poco de agua. Se puso las zapatillas para cruzar su austera habitación y tirar del pomo de la puerta.
El salón estaba en sombras, como toda la casa, y contra las ventanas que daban al otro patio se estrellaban las gotas de lluvia, llegaba cierta luz tenue de una farola de la calle, pero resultaba insuficiente.
Caminó dos, tres y cuatro pasos para acariciar con la yema de sus dedos la pared, rozando el plástico del interruptor. De nuevo el fogonazo de luz y suspiró.
No necesitó mirar para entender que algo extraño pasaba, algo que no lograba percibir. No se movió, apoyado contra el interruptor esperó, intrigado.
-Ha dejado de llover –murmuró finalmente al entender que la lluvia no resonaba contra los cristales.
Y se dispuso a caminar hacia la cocina para apagar la sed.
Paró en seco, llovía aún afuera, contra los cristales, pero no lo oía aunque por la ventana podía ver los destellos de los relámpagos y las gotas, rodando como lágrimas sobre la superficie del cristal, sin embargo oía sus propios latidos y tenía aquella sensación extraña, un instinto heredado de nuestros antepasados que le gritaba.
No estaba solo.
Nervioso se giró y quedó helado ante la visión. El sofá, las sillas de mimbre y la mesa a la que se sentaba para comer, todo estaba como siempre, un par de muebles pegados a las paredes bañadas por la luz amarillenta de la lámpara, pero ante la puerta del patio había algo que miró sin poder evitarlo, y aquello le devolvía la mirada.
-¿Tienes miedo? –Preguntó aquello.
Aunque poseía una voz fría, había usado un tono extrañamente cariñoso.
Era alto, superaba el metro ochenta y cinco y cubría su cuerpo con una negra capa, larga hasta el suelo. Alzó una mano para apartar la capucha y descubrió un rostro joven, de facciones delicadas y pelo oscuro muy largo, ensortijado en las puntas.
Había algo en los ojos de aquél extraño, estaban vacíos de todo sentimiento, eran como dos pedazos de hielo oscuro en mitad de la nada, incapaces de mostrar simpatía o rencor, no parecían humanos.
-¿Qué haces en mi casa? –La voz del hombre sonó firme a pesar de su miedo.
-Venía a verte, Eduardo –fue la respuesta.
-¡¿Cómo sabes quién soy?! –Eduardo dio un paso atrás-, ¿Quién eres?
El joven de la capa sonrió divertido, como si no estuviese habituado a aquella pregunta, que parecía toda una broma ante sus ojos muertos.
Eduardo reparó en algo que se movía a la espalda del extraño, algo que se recortaba contra la pared.
Alas de oscuras plumas que se mantenían quietas, sólo un ligero balanceo en ellas las delataba.
-¿No sabes quién soy, Eduardo? –Preguntó con una sonrisa en su rostro-, me llamo Itharus, aunque vosotros me llamáis Muerte.
-¿La…, Muerte?
Tembló ante la sonrisa de Itharus, una sonrisa gélida en la que sus ojos no participaban. Las alas de azabache se agitaron cuando dio un paso hacia el hombre.
-Vengo para llevarte –susurró con aquél tono, que desgarraba el alma de Eduardo con cada sílaba.
-Te equivocas, no puedes llevarme –se apartó de Itharus, quien pretendía acercarse a él sin aumentar su velocidad-, no es mi hora.
La estridente carcajada de La Muerte hizo que Eduardo cayese de espaldas, golpeando sin querer un mueble, había controlado su miedo, pero aquella risa era demasiado para sus nervios.
Los trozos de un jarrón saltaron hechos añicos contra el suelo, sin embargo Eduardo no atendió a ellos, ni a que bajo su palma había un trozo clavado que le hacía sangrar.
Sólo quería correr hacia la puerta que llevaba al baño, saliendo al patio en penumbra y corriendo, oyendo una vez más la lluvia contra el techo.
-¿Crees que ninguno corre? –Se burló Itharus. La voz sonaba dentro de su cabeza, como si le tuviese encima-. Es inútil, pero todos tratan de escapar, aunque sea inútil.
Entró al baño y empujó la puerta, cerrando el cerrojo para evitar que entrase. De un manotazo encendió la luz. Las cortillas ocultaban una pequeña bañera blanca, el servicio con una corta cadena oscura y el lavabo, con un espejo redondo justo encima.
Negó, oía la tormenta contra el policarbonato, escuchaba los estallidos y luchaba por entender que era imposible lo sucedido. Estaba soñando aún, no era posible que La Muerte apareciese así.
-La Muerte es un esqueleto con guadaña –murmuró, como si sus propias palabras ayudasen a su mente a comprender que todo debía ser un sueño.
Se acercó al lavabo y giró la llave, el agua fría rozó sus manos para calmarle, y enjuagó su rostro cubierto de sudor. Realmente la muerte no encajaba con aquella imagen, no era posible.
La lluvia apretó y por un momento sólo podía escuchar aquellos goterones, el cielo lloraba con furia, estallando en relámpagos y truenos, el agua corría entre sus dedos y volvió a llevarse las manos al rostro, chorreando sobre el lavabo. A tientas dio con una pequeña toalla de mano y se secó, suspiró con el rostro cubierto y los ojos cerrados, cada vez más convencido de que acababa de despertar.
Apartó la toalla y la encontró manchada de sangre, su caída había sido real y la sangre que cubría su mano estaba ahí, delatando ahora un punzante dolor en su palma, pero todo lo demás debía ser un simple sueño.
-Habrá sido un sueño –suspiró, deseando no temblar como lo hacía.
-¿Eso piensas?
Sintió un escalofrío que sacudió su espalda, tembló aterrado y cerró los ojos sin saber cómo actuar, había sonado justo tras él, y lentamente se giró.
El hondo suspiro le ayudó a sonreír, tras él sólo estaban las cortinas de la bañera, demasiado translúcidas como para que hubiese alguien sin ser visto.
Más tranquilo se giró para cerrar el grifo, y durante un segundo observó su reflejo en el espejo. Una vez más aquél escalofrío, el temor que sentía le hizo buscar de nuevo la ficticia seguridad de la toalla, donde ocultó momentáneamente el rostro húmedo. Apartó la toalla y la dejó, cerró la llave del grifo y lanzó una mirada al reflejo del espejo. Se apartó dos pasos.
-Y aún así, todos intentan escapar –susurró la voz con dulzura en su tono.
Estaba ante él, devolviéndole la mirada al otro lado del espejo con una extraña sonrisa en la que sus ojos muertos no participaban, las alas negras se agitaban lentamente mientras se movía, surgiendo del espejo con una terrible lentitud.
Eduardo quedó bloqueado unos segundos, su cerebro no respondía y entonces su cuerpo reaccionó, lanzó un enorme alarido y se apartó, sus piernas no respondieron y notó que perdía el equilibrio.
Todo se detuvo mientras caía, un segundo eterno mientras aquella forma humana sonreía, y sacaba del espejo sus hombros, los azulejos de las paredes reflejaban a aquél ser al tiempo que otro relámpago iluminaba la noche.
No sintió nada cuando su cabeza cayó y su nuca golpeó brutalmente contra la bañera. Como un muñeco rebotó y quedó tirado junto a las cortinas. No era capaz de moverse, ni siquiera sus ojos, que seguían observando a Itharus, que sacaba sus negras alas de azabache a través del cristal. Parecía reír cuando se acercó al cuerpo inerte y bajó una mano pálida y huesuda, con unos dedos extremadamente largos.
Eduardo no sentía, no podía sentir, tenía la nuca destrozada y sabía que no era posible, pero veía cómo Itharus atravesaba limpiamente su pecho con aquellos largos dedos. Notó que le levantaba y le colocaba a su lado, sacó la mano de su cuerpo y Eduardo sintió de nuevo sus piernas y brazos.
-Mortales…, me encontráis siempre allí donde menos lo esperáis –comentó riendo la parca.
Ante aquél comentario, en un acto reflejo, Eduardo miró hacia la bañera, allí estaba él, tirado como un muñeco roto, con los ojos abiertos y una expresión aterrada en el rostro.
-¿Estoy… muerto?
Se sintió estúpido, era obvio.
Oía la tormenta, cebándose con saña con su techo de policarbonato.
Apreció que unos dedos sujetaban su hombro, pero no podía moverse, Itharus tiró de él y sus pies se movieron obedientes, le llevó hasta el espejo y le hizo cruzarlo lentamente.
Lanzó una última mirada a su cuerpo, y luego a la muerte, que se limitó a sonreír.
-¿Ves que no sirve de nada correr? –Preguntó dulcemente.
Eduardo asintió, sin deseos de ver más su propio cuerpo tirado en el suelo. Finalmente su cabeza cruzó el espejo.

martes, 11 de octubre de 2011

El espejo.

Siempre me ha gustado escribir, cuentos, novelas, descripciones... cualquier cosa, por eso una de las cosas que me gustaría hacer, es colgar mis relatos, así que, ahí va uno. El espejo es un relato más o menos de terror, no sabría decir si es bueno o decepcionante, pero en fin, os lo dejo de todas formas:

El espejo.

Desde el primer momento desde el comienzo de sus vacaciones, había sentido algo extraño en su nueva casa. Aún no había bajado todas sus cosas de la furgoneta cuando le pareció sentir algo que le rozaba al entrar. Como era de esperar nunca prestó atención a aquello, jamás habría tenido miedo en su propia casa de algo imaginario.
Era todo un hombre, había viajado y visto mundo, trabajado para una empresa en busca de terrenos que pudiese comprar y aprovechar de la mejor manera posible. Ahora tenía por delante un mes completo descansando en su nueva casa, amplia y de piedra, como las que construían antes, con dos plantas y una instalación eléctrica que dejaba mucho que desear, sin embargo era su casa y ahora estaba en ella.
Apenas había vecinos, era uno de esos pueblos perdidos en los que todos conocían a todos y la gente se saludaba por la calle cada vez que se cruzaba, le gustaba todo eso, siempre le había atraído.
Dedicaba los días a cuidar de un pequeño corral en el que había varias plantas sembradas, algunas que él no había visto nunca pero eran realmente hermosas. Flores que alguien había sembrado allí, parecidas a la dalia pero con un colorido magistral en sus tallos, algo que nunca vio antes.
La casa de sus sueños era realmente perfecta a pesar de las constantes peleas con el calentador del agua, además la instalación eléctrica impedía tener conectado el ordenador y al mismo tiempo el frigorífico, pues saltaban los plomos. Aún así pasaba demasiado tiempo fuera, y sólo estaría allí durante más de una semana aquél mes. Quería descansar de tanto viaje, harto de largas colas en los aeropuertos, despertar al aterrizar y comida precalentada. Se sentía como si realmente no tuviese una vida propia, siempre de uno a otro lado.
Todo parecía perfecto, sin embargo desde que llegó a la casa, empezó a sentir que el sueño no le llegaba. Las noches las pasaba tumbado, leyendo alguna de esas muchas novelas que siempre había querido leer, achacando su insomnio a estar acostumbrado al ajetreo.
Durante la noche del quinto día, dejó el libro a un lado, sobre la mesilla de noche. Afuera hacía viento y estaba despejado, podía verlo por la ventana. Tenía la habitación en la planta de arriba, sin embargo el baño estaba debajo. Sin pereza alguna encendió la luz del pasillo y se dispuso a bajar las escaleras.
Un escalofrío le recorrió la espalda y se detuvo, sorprendido, ante aquella sensación extraña. Alguna ventana debía estar abierta abajo y hacer corriente, cualquier cosa podía ser.
Bajó con la sensación de nerviosismo las escaleras, intentando centrarse, no entendía qué le estaba pasando. Orinó sin dejar de mirar a su espalda y se acercó al lavabo para lavarse las manos. Vio su propio reflejo en el espejo que había ante él, sobre el lavabo, y sintió algo extraño mientras veía sus ojos al otro lado del cristal. Le pareció ver una sonrisa en aquellos labios del reflejo, pero no había sonreído. Cerró el grifo y se apartó del espejo, mirando este como si esperaba ver su reflejo aún, observándole desde el otro lado con vida propia.
Algo en su interior le instaba a no dar la espalda al espejo, pero se giró para salir de allí y sintió de nuevo un escalofrío, se giró sin ver nada.
Escenas como aquella se repitieron durante las noches siguientes, noches de insomnio, nerviosismo, miedo…, algo estaba pasándole, la falta de sueño le jugaba malas pasadas, creía oír su nombre, resonando entre las paredes del piso bajo, oía llantos y ruidos, siempre abajo, hasta que despertaba, o eso creía él, porque nunca lograba dormir.
Tras una semana estaba hecho polvo, su aspecto impecable de relaciones públicas se había perdido en el asomo de descuidada barba y ojos surcados por profundas ojeras. No encontraba placer ya en la lectura y las bonitas plantas del corral estaban marchitas, además empezaba a perder la cabeza. No recordaba haber dejado la nevera abierta, creía haber hecho la cama y se dejaba la puerta que daba al corral, abierta, el viento la hacía dar portazos de noche y tenía que bajar a cerrar por la noche.
Nervioso, dio la vuelta al espejo y lo miró fijo, por detrás estaba sucio, manchas por la humedad. Suspiró con cierto alivio y orinó en paz, luego se acercó al lavabo y se quiso lavar las manos, pero se quedó helado. Su reflejo le volvía a sonreír desde el espejo.
Un paso atrás y negó lentamente, su reflejo también lo hizo.
-¡¿Quién anda ahí?!
Sabía que no se oiría respuesta alguna, no había nadie en la casa aunque deseaba que todo fuese una broma de mal gusto. Tal vez no había dado la vuelta al espejo, tal vez…
Quedó quieto una vez más, el reflejo tenía una mirada tranquila, y la sonrisa en sus labios, no contrastaba para nada con su aterrado rostro.
O se estaba volviendo loco o algo muy extraño pasaba en aquella casa.
Los sonidos que oía por la noche se hicieron más insistentes, colocó un cubo junto a su cama para no tener que bajar en medio de la noche, intentó ignorar los portazos y el frío. Hasta que una noche, medio dormido, oyó un crujido. La puerta de su habitación se había abierto lentamente.
Su respiración se aceleraba, cada segundo que pasaba con la cabeza hundida en la almohada era un infierno, escuchando aquellos sonidos tras él. Todo aquello no tenía sentido, no podía haber nada allí.
Se giró lentamente y su corazón a punto estuvo de pararse. La puerta estaba abierta, pero no del todo, y por la rendija que quedaba podía ver que unos ojos parecidos a los suyos le devolvían la mirada.
Fingió estar dormido mientras los latidos de su corazón le atemorizaban y le torturaban los escalofríos en su espalda.
El amanecer llegó y temblaba aún, pero se giró. La puerta seguía igual, no había ojos allí. El sol entraba por la ventana para iluminar algo en el suelo. El espejo del baño, un espejo redondo que comprase en una tienda por poco precio, estaba ante él, tirado.
Lo sacó al corral con el reflejo hacia abajo, temiendo ver algo que no quería. Abrió un hoyo entre las dalias marchitas y lo metió. Sujetó la pala y le propinó un fuerte golpe. El cristal saltó, pero él ya estaba cubriendo con tierra los restos.
Pudo dormir por fin aquella noche, sin embargo volvió a despertarse para ir al baño. Durante las cinco horas de sueño pasadas se sentía como nuevo, alegre por fin cuando abrió la puerta de la habitación para ir al baño.
El alma le cayó a los pies cuando descubrió el espejo en medio del aire a la altura de sus ojos con el burlón reflejo riéndose de él. Unos instantes pasó inmóvil hasta que entró y cerró de un portazo. Su corazón botaba y el miedo se adueñó de él. Corrió a la cama y se tumbó, entonces descubrió que su vejiga se había vaciado en su pijama, mojándole entero.
Cuando se hizo de día, armado de valor, abrió la puerta para encontrar el espejo en el suelo, como si fuese el regalo de un macabro gato, aunque él prefería encontrar ratones muertos.
Durante otros dos días de insomnio encontró el espejo, y la puerta entreabierta. Puso un candado pero la puerta seguía abriéndose como si nada.
Aquella tarde, metiendo sus pertenencias de nuevo en la furgoneta de mudanza, cerró la puerta del baño decidido a abandonar el espejo allí. La última caja la guardó y sonrió por primera vez en mucho tiempo, iba a cerrar la puerta cuando vio un destello sobre las cajas del fondo, como si de una burla macabra se tratase, una voz resonó junto a su oído con tono burlón, una voz que le heló la sangre.
-Tranquilo, el espejo lo llevo yo.