De este lado de las palabras, al otro lado de las novelas, en el mundo ficticio de los personajes.
Sois bienvenidos, visitantes, y desde el otro lado de las páginas de una novela en blanco, os invito a tomar asiento y pasar un buen rato.

viernes, 2 de enero de 2015

La cazadora.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que usé este blog para contar algo, y hoy voy a colgar un relato. ¿Por qué?  Tal vez para confundir a los osos, o para no confundirlos, ¿quién sabe?
Disfrutad del relato...  Si estáis ahí (sonido de grillos).

La Cazadora. 

El caballo detuvo sus pisadas en medio del camino, incómodo de pronto, como si algo estuviese acechando entre las sombras. El jinete lanzó una maldición. Había sido invitado a la fiesta de disfraces del duque, y ya llegaba tarde. Había decidido atajar por el camino del bosque para llegar más rápidamente a la mansión, y su montura le estaba haciendo perder un tiempo que no le sobraba.
Cubierto ya su rostro con la máscara que iba a llevar a la fiesta, miró a su alrededor mientras se preguntaba qué era lo que había visto su corcel. El camino del bosque estaba abandonado, y a la luz de la luna era evidente que nadie lo usaba desde hacía mucho. A su mente vinieron las advertencias de los aldeanos, y las leyendas que tanto se oían por los alrededores. Se hablaba de demonios que robaban el alma a los hombres, de seres aterradores que arrancaban la piel a sus víctimas y se vestían con ellas para conseguir más presas.
Pero él no creía en viejas leyendas. 
Sin embargo, algo había detenido a su corcel, algo que se movía entre los arbustos, algo que miraba a caballo y jinete con unos ojos de un intenso color rojo.
Leyendas, se dijo el jinete; no podía tratarse de una bestia real, los monstruos no eran más que invenciones de los pueblerinos para llenar su tiempo durante las duras jornadas de trabajo en los campos.
Un ruido le advirtió de que algo se movía a su espalda; algo corría tras ellos, saltando entre los arbustos, perdiéndose entre los árboles. 
Asustado, clavó las espuelas a su montura, que brincó, iniciando el galope a toda velocidad.
Lo que nunca debió salir de las leyendas estaba ahora en el camino, corriendo sobre sus poderosas patas, siguiendo a su presa a toda velocidad, abriendo con sus garras el suelo de la senda, dejando tremendas marcas.
Aquella cosa parecía un lobo, pero era enorme, del tamaño de un hombre, cubierto de un pelaje negro que lo ocultaba en la noche, aunque sus colmillos, afilados como espadas, parecían brillar bajo la luna, al igual que sus ojos, inyectados en sangre.
El caballo, sintiendo el peligro que corría, aceleró todavía más, y sus herraduras arrancaban destellos al estrellarse contra las piedras del camino.
—¡Déjame en paz, enviado del demonio! —gritó el jinete, aterrorizado.
De nada servían los gritos, pues la bestia no se detenía, sino que se acercaba cada vez más a la montura, que no era capaz de aumentar el ritmo.
Y entonces la criatura se detuvo, el bosque terminó, y a escasa distancia apareció la mansión del duque. El jinete estaba a salvo, había llegado a un lugar en el que no había bestias peligrosas que pudieran suponer un problema.
Jadeaba, pero aunque la bestia no había salido del bosque, no detuvo el ritmo de su montura, sino que siguió galopando hasta que estuvo lo bastante cerca de la entrada de la mansión.
Trató de calmarse, pues un mozo venía para llevar el corcel a la cuadra del duque, y no iba a permitir que ningún criado le viera jadeando de aquella manera, aterrorizado.
Se oían voces y risas que venían del interior, al menos no había llegado tan tarde como temía, así que había merecido la pena tomar el camino del bosque, a pesar del enorme lobo que había visto.
Máscaras, risas, bebidas, comida..., pronto el encuentro vivido en el bosque quedó como una locura, algo que su mente se negaba a aceptar, que no podía ser real. ¿Un lobo tan grande como una persona?, simplemente era imposible.
La gente se divertía a su alrededor, el duque repartía saludos y sonrisas entre sus invitados, y él empezaba a evadirse, a olvidar todo lo que sucedía. Los rostros de los demás invitados, deformados por sus máscaras, le hacían recordar el episodio vivido momentos antes… y sin embargo, ahora todo aquello le parecía irreal.
Empezaron a colocarse en sus posiciones para bailar, cuando las puertas se abrieron para dejar pasar a una invitada que llegaba tarde. Todos los ojos se clavaron en ella, pues llevaba un llamativo vestido rojo, y su máscara convertía su rostro en el hocico de un lobo, lo que hizo que decidiese que su encuentro había sido un simple sueño, tal vez un recuerdo falso motivado por el alcohol.
La mujer atravesó la sala con todos los ojos clavados en ella, y al comprobar que el jinete no tenía pareja, se detuvo ante él.
—No tenéis pareja —susurró con voz dulce.
—Ahora ya sí —respondió él.
La mujer había sonreído bajo la máscara, y aunque el hombre no podía ver sus labios, que ya imaginaba carnosos, sí veía sus ojos, grandes y de color miel, que parecían sonreírle.
Se movía con gracia, como si toda ella fuese la encarnación de la armonía. Sus movimientos obligaban a todo el mundo a mirarla, pero ella sólo bailaba con el jinete, como si no hubiese nadie más en la sala, como si sólo estuviesen ellos dos en el mundo.
Y paró la música, siguieron las charlas, las risas, y sobre todo el alcohol. El jinete ya no quería beber más, temía que el licor le nublase la mente, y deseaba estar despejado para ver a la extraña del vestido rojo con máscara lobuna.
—Bailáis bien —dijo entonces, dispuesto a conocerla—. ¿Os conozco, mi señora?
Una risita musical llegó hasta él.
—Por supuesto que me conocéis, yo soy la cazadora —dijo en tono de burla—, la que os ha cazado sin daros ni un solo mordisco.
La voz de la mujer le daba tranquilidad, una voz dulce, tranquilizadora, intrigante.
—Eso no es justo —respondió él, siguiéndole el juego—. Vos me habéis visto el rostro mientras bebía, estoy seguro. A mí me parece que lo justo es que me mostraseis el vuestro, desearía veros la cara.
Otra vez una risita.
—¿Es que no os gusta el rostro de la cazadora? —preguntó ella, divertida, al tiempo que se llevaba las manos a la máscara y tiraba de ella—. Está bien, pues, ved el rostro de la cazadora, así quedamos en igualdad de condiciones.
El rostro de la joven era tal y como el jinete había imaginado, un óvalo perfecto con unos labios carnosos y rojos, mejillas rosadas y una nariz pequeña. El pelo oscuro le caía a los lados, enmarcando su rostro, haciéndola aún más bella.
—Sois hermosa —susurró.
—Pero todavía hay cosas de mí que queréis ver —fue la respuesta.
No esperaba tal  muestra de picardía, sin embargo le gustó el modo en que la joven tiró de su mano para alejarlo de los demás, haciéndolo caminar por los pasillos de la mansión del duque. Encontró una puerta y empujó, entrando a una sala pequeña iluminada por un candil.
—Es cierto que sois cazadora —dijo, sorprendido.
Pero no dijo nada más, porque la joven no había perdido tiempo, desembarazándose de su precioso vestido rojo. 
El jinete se sintió maravillado ante su cuerpo desnudo, y no pudo evitar el deseo de acariciar su piel clara, y de sentir bajo sus dedos sus anchas caderas y sus grandes pechos.
—Preciosa —murmuró.
La mujer se acercó a él, que no podía apartar la mirada de su cuerpo desnudo.
—Pero todavía hay algo más —susurró la joven con tono meloso.
El jinete, seguro de que se refería a la ropa que él llevaba puesta, se dispuso a desnudarse. Los largos dedos de la mujer hicieron una señal para detener sus manos.
La cazadora alzó las manos sobre su cabeza y las bajó lentamente hacia su nuca, en un movimiento que hizo que sus pechos pareciesen aún mayores. Como él estaba tan ocupado admirando sus atributos, no pudo ver cómo ella empezaba a desprenderse de la última parte de su disfraz.
De un tirón se arrancó la máscara que era su cara, y ya no era el hermoso rostro de una joven el que contemplaba al caballero, sino un hocico largo y oscuro con afilados colmillos, y unos ojos rojos que anhelaban sangre.
El jinete, al igual que su caballo en el bosque, se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar, viendo cómo la criatura que tenía delante se arrancaba el disfraz, tirando el cuerpo desnudo de mujer a un lado para dejar a la vista el cuerpo de la bestia, que crecía y tomaba tamaño ante él.
—Pero tú…
—Soy la cazadora —respondió con la misma voz dulce—, nunca miento.
Y se lanzó sobre su presa, que apenas tuvo tiempo de emitir un grito. Los colmillos de la cazadora pronto terminaron con su temor.
La fiesta terminó, los invitados felicitaban al duque, prometiendo volver a la próxima fiesta. Salvo uno de los invitados, que avanzaba con pasos tranquilos, sin montura, pues su caballo se había escapado. Aun así, caminaba sin miedo hacia el bosque.
El cazador sonreía, tenía un disfraz nuevo y había comido bien.

sábado, 31 de marzo de 2012

El cubil.

Tengo este blog muy abandonado, y la verdad es que no puedo decir nada en mi defensa, excepto, tal vez, que no digo nada porque no creo que haya nada que pueda decir. En principio quería usar este blog para hablar de cosas, cosas serias e importantes, pero la verdad es que no suelo hacer ese tipo de cosas, por lo que dejo aquí otro de mis relatos, escrito mientras espero noticias sobre una de mis novelas (y me he comido las uñas hasta la altura del hombro ya).
Espero que sea del agrado de los lectores y, una vez más, ruego disculpéis las faltas que podáis encontrar.

El cubil.



Las lágrimas de sus mejillas se helaban, congelándole el rostro. Un fuerte viento empujaba contra él la nevada, copos pálidos que caían ante su camino, quedando atrapados en la maraña negra de su pelo y barba mientras avanzaba, desafiando al frío y a la propia montaña.
No sentía frío, ni miedo, realmente ya no podía sentir nada excepto odio, un odio intenso que lo animaba, haciendo que su pierna se alzase, moviéndome un corto tramo para caer pesadamente sobre la nieve, enterrándose en ella su bota, repitiendo la operación una y otra vez, dejando a su espalda las marcas de un camino que él mismo iba abriendo.
Miraba al vacío, sin atender a las enormes rocas, a las nubes oscuras o al manto pálido que se extendía a su alrededor.
Mantenía la cabeza gacha, avanzando contra el viento que bajaba de la montaña como si fuese un aviso, y a la nieve caían lágrimas y sangre, derramada de sus manos, destrozadas porque se había obligado a cavar con ellas la tumba, marcándola después con un triste madero sin poder escribir nombre alguno, porque la palabra escrita no era su fuerte.
No podía sentir nada, la ira y el entumecimiento mantenían aquellas manos, de uñas rotas por el esfuerzo, apretándose firmes contra el mango del hacha, pero sí notaba muchas otras cosas, porque el rugido de la tormenta no era lo único que resonaba.
Escuchaba los gritos, los chillidos de los niños, las lágrimas de la gente y su voz, la voz que deberían tener los ángeles, en un tono de agonía que jamás consentirían los dioses. Se negaba a cerrar los ojos porque no lo recibía la reconfortante oscuridad, sino la sangre, derramada sobre la nieve como una ofensa a su pura blancura.
Todavía su pelo olía a quemado, aún sus ropas estaban sucias por la sangre derramada y resonaban las voces y los gritos en sus oídos, pero ascendía, paso tras paso, sin vacilar en ningún momento, dispuesto a encontrarse con la muerte en la cima.
La anhelaba, no sobreviviría, no podía permitirse tal cosa porque era la muerte lo que esperaba cuando se detuvo, vislumbrando una abertura enorme entre las rocas. No había nieve allí, incluso su pelo empezó a chorrear porque hacía calor y se derretían los perfectos copos.
El cubil de la bestia era tal y como esperaba, una entrada amplia que llevaba a una sala aún mayor, y no se preocupó en reducir su paso ni en respirar con menos fuerza, porque deseaba que la bestia lo viese al entrar, tal vez así todo acabaría antes para los dos.
Lo recibieron las llamas, un chorro de fuego tan intenso que hasta la piedra tras la que se cubrió para protegerse parecía a punto de fundirse, pero aunque le costó llevar aire a sus pulmones, se levantó con orgullo, aferrado a su hacha con la intención de vengarse antes de cruzar al otro lado.
Los ojos de la bestia, ojos de reptil que lo miraban con ira, eran tan grandes que incluso podía ver en ellos su reflejo, atravesando la pupila vertical. La pesada respiración del guerrero superaba incluso a la del dragón que lo miraba, con las fauces abiertas, dispuestas a tragárselo por entero.
No dijo nada, su garganta tenía un nudo desde hacía horas, sólo pudo soltar un rugido inhumano cuando alzó el hacha y la bestia abrió sus alas en la cámara, defendiéndose del ataque y lanzándolo contra la piedra con la larga cola.
Sintió partirse las costillas cuando recibió el golpe, un dolor que parecía ajeno, ya que no estaba vivo. Había muerto hacía un buen rato, había muerto varias veces, expirando cada vez que enterraba las manos desnudas en la nieve para cavar la tumba. Había perecido cuando miró su rostro, sucio y húmedo, y sintió cómo le arrancaban el corazón cuando besó su frente, antes de lanzarla al fondo de aquella fría tumba para despedirse de ella con lágrimas en los ojos, para cubrirla de tierra y nieve.
Abrió la boca y rugió, porque aquella bestia que tenía delante era más fuerte, pero no podía herirle, al menos ya no. Las costillas rotas no impidieron que se levantara, aferrado a su hacha para atacar, fallando el golpe y recibiendo otro coletazo que lo envió de costado contra las paredes de la cueva.
El sabor de la sangre en sus labios, puntos luminosos ante sus ojos que parecían estrellas, una niebla oscura que empezaba a atraparlo. No era suficiente, porque cada vez que cerraba los ojos, en su cabeza otros se abrían, unos ojos castaños que lo miraban con terror, sin poder evitar suplicar.
-No quiero morir –dijo ella en alguna parte, dentro de su cabeza.
Abrió los ojos y miró a la bestia, que estaba sorprendida por la resistencia del guerrero. No sabía que el humano había oído miles de veces aquellas últimas palabras, pronunciadas en tono de súplica, con voz agónica y lágrimas en unos ojos castaños tan hermosos que habría ofrecido su alma a cambio de su felicidad.
Cuando el guerrero se incorporó por tercera vez, a pesar de que el brazo estaba destrozado por el brutal golpe contra la pared, y de que un hilo de sangre empezaba a caer desde su cabeza hasta su mejilla, miró al dragón.
Tiempo atrás le había parecido enorme, pero ahora era un lagarto grande, con alas y muchos dientes. Gruñó, y la sangre de su boca salpicó el suelo.
A pesar del dolor, sin importarle la debilidad de su cuerpo, se lanzó una vez más con el hacha por delante, viendo cómo la cola se agitaba. Fue despedido y rodó, pero el dragón emitió un sonido que le indicó que había acertado. El sonido del metal contra la roca le reveló que el hacha había caído y pudo ver la cola, partida en dos.
Recuperó el arma, cojeando y sin miedo, mientras que la bestia lo miraba. Pudo ver antes de que todo pasara, cómo las narinas del monstruo se abrían, tomando aire, y rugió como una bestia enarbolando su hacha, saltando hacia la criatura, buscando su cuello con las cuchillas de su arma.
Acertó el golpe, el chorro de fuego escapó por la herida en el cuello de la bestia, chamuscándole el pelo y quemándole el brazo. No gritó, aguantó para asestar un segundo golpe contra aquel cuello robusto. La bestia cayó hacia delante, derrumbándose sobre él.
Sintió cómo el fuego se derramaba sobre él, su pelo enmarañado se quemaba, sus ropas ardían y él rugía, golpeando a la bestia que lo aplastaba, hasta que el fuego dejó de salir.
No podía respirar por sus costillas, aplastada ahora. Cada trozo de su cuerpo estaba destrozado por la pelea y las llamas. No era suficiente, porque todavía escuchaba su agonía, aún no se había apagado y la bestia estaba muerta.
Logró salir de debajo del dragón, le costó y sintió un dolor terrible. Su pierna se había quedado allí, debajo de una de las patas del monstruo, destrozada por sus garras, pero de todas formas ya no la necesitaba.
Se arrastró como pudo por el suelo, cada vez su visión estaba más oscura, cada tramo que avanzaba, aquella niebla oscura le ganaba terreno.
Sintió la nieve bajo sus manos destrozadas y en su cabeza, entonces se giró y quedó mirando al cielo. Las lágrimas caían, los delicados copos de nieve bajaban hacia él, llegando hasta su cuerpo destrozado.
-Quiero irme contigo –dijo, rompiendo el nudo de su garganta-, quiero volver a tu lado.
Cerró los ojos y lloró amargamente, no por el dolor, no porque ya sentía la muerte, sino porque aquellos ojos castaños no volverían a mirarlo jamás, ni aquellos labios que con tanta facilidad mostraban una sonrisa, sonreirían más para él.
Y lloró amargamente, apagándose como una vela, rodeado cada vez por más nieve que cubría su cuerpo maltrecho, estremeciéndose con cada recuerdo.
-Deseo estar contigo –gritó, a modo de súplica.
-Pues entonces, ven conmigo –susurró una voz en alguna parte.
Sintió calidez, percibió algo que se movía a su lado y movió la cabeza. Allí estaba ella, brillando ante él con su eterna sonrisa, mirándolo con aquellos hermosos ojos castaños.
Cerró los ojos un instante, deseando conservar aquella imagen, obligándose a olvidar la piel fría que sintió cuando besó su frente antes de dejarla en la tumba.
Y bajo la nieve, delante del cubil de la bestia, el guerrero nunca volvió a abrir los ojos, arropado por la tormenta y con una sonrisa en sus labios ensangrentados

jueves, 29 de diciembre de 2011

Aliado de las sombras.

Este relato no es ni mucho menos navideño. Podría escribir una magnífica entrada hablando de los buenísimos amigos que he hecho con el año, de lo mucho que los quiero y de que deseo un año feliz y próspero a todos, pero prefiero hacerlo en otro momento y colgar hoy un relato que, para mí y para muchos, es el favorito. 
Ha sido corregido más o menos, cosa que nunca hago con los relatos. No es navideño, pero si queréis ubicarlo en el contexto navideño por el motivo que sea, podéis imaginar que hay árboles de navidad en las esquinas y decoración navideña en los tejados.
Aquellos que tengan curiosidad por leerlo en su estado original, antes de la corrección, pueden verlo aquí, el blog de un buen amigo que siempre recomendaré.
Espero que os guste.

Aliado de las sombras.
Oscurece, es la hora de empezar a trabajar, tienes que prepararte. Necesitas tomar algo, un trago de algo fuerte que te prepare para lo que debes hacer, así que cruzas las embarradas calles. Nadie te mira, no hay ojos que observen tu silenciosa marcha, eres una sombra en medio de la noche, embozado en una negra capa que te oculta por entero. Nadie puede ver tu pelo castaño, recogido para que no se convierta en una molestia, sólo tus ojos, ojos de hielo, fríos y casi muertos, es todo lo que dejas ver. Estás lejos de tu hogar, si es que alguna vez tuviste un sitio al que llamar así.
Entras a la posada, cruzas la puerta sin llamar la atención, manteniendo la vista apartada de los clientes, no deseas que nadie te recuerde, que nadie te mire. Te alejas de los parroquianos, que siguen con sus bebidas y sus distracciones, no te interesan, tienes demasiado por delante y no puedes distraerte con necedades, así que escoges una mesa apartada, casi escondida en un rincón.
Sientes los pasos acercarse, tu instinto hace que la mano busque el calor de la empuñadura, el tacto te tranquiliza y miras al frente, se acerca el dueño con una sonrisa, apartas la mano de la empuñadura, no debes delatarte, aún no.
Atiendes a los ruidos del local, montones de sonidos diferentes y ninguno te parece una amenaza, por lo que respiras con más tranquilidad ahora, estás preocupado pero sabes que llevas las de ganar.
-¿Qué le sirvo?
El camarero tiene una voz cascada por los años, lo miras un momento y apartas la vista antes de perderte en su mirada.
-Algo fuerte –dices sin más.
El hombre te mira, te está mirando con atención, eres un forastero y siente curiosidad. Eso te pone nervioso, pero estás acostumbrado, siempre de un lado a otro, con esas ropas oscuras, escondido dentro de ellas para evitar miradas ajenas.
Sigues siendo un fantasma para todos, siempre lo has sido.
Cuando el posadero se aleja, te calmas, sólo tienes un nombre en la cabeza: Thomas. Es poco, un nombre acompañado de una descripción y la primera parte del pago, es todo lo que te han dado. Es sencillo, cinco mil ahora y cinco mil cuando el trabajo esté terminado. Tu instinto te hace evitar pensar en ello de nuevo, ya has pasado muchas veces por ello, porque Thomas no es más que un nombre ahora, no sabes si es un hombre bueno o un diablo, no sabes si tiene familia, hijos, padres, amigos…
Un largo trago te devuelve la calma, siempre lo hace, te templa los nervios y calma tus temores.
No en vano te dedicas a esto, diez mil es una suma tentadora, podrás descansar una buena temporada con un pago así, estarás más tranquilo si Thomas no es más que un nombre con una descripción.
Es tu vida, así la has vivido siempre. La bebida te da calor, sin embargo, por mucho que intentas marcar en tu cabeza a fuego que no es más que un nombre, sabes que no es así, ya sabes que cuando recibas la otra parte del pago te vas a sentir más vil.
Rompiendo tus propias reglas, dejas que tu mirada recorra la posada, un edificio piedra y madera, antiguo como la misma ciudad, lleno de gente que charla animadamente, lejos de ti. Para ellos no existes, te miran pero no logran verte, intentan deducir quién eres pero no les importas.
Tus ojos se detienen, cruzándose con los ojos de una muchacha, una chiquilla de hermosa sonrisa que te mira. Tratas de apartar la vista, eres atractivo, pero no tienes tiempo ni deseos de divertirte.
Aunque ya no estás mirando sus ojos, los sigues viendo, clavados en ti, con esa sonrisa pura en sus labios. Te pones nervioso, no te gusta eso que estás viendo, parece que haya reproche en sus ojos. Tal vez sea hija de Thomas, o incluso hermana, prefieres no pensar en ello, no lo logras y te pones aún más nervioso, sabiendo que te mira.
“Ni mujeres ni niños”, piensas. Es la premisa por la que has regido tu vida, la única norma que has seguido durante todos tus años, firme asidero mientras pasaban nombres de personas y dinero.
De un trago terminas la bebida, dejas una moneda en la mesa y te levantas. Sales deprisa del local, estás nervioso, asustado, preocupado como pocas veces por culpa de esos ojos tan bonitos.
Respiras, el aire fresco de la calle entra en tus pulmones, cada bocanada de aire ayuda a alejar esa sensación, lentamente vuelves a ser tú, recuperas la frialdad, dejas de pensar en los ojos, ya no los ves, aunque tu mente no deja de repetir una letanía que empieza a resonar dentro de tu cabeza, no dejas de pensar en el maldito nombre.
Te colocas bien la capucha, vuelves a ser una sombra y respiras más tranquilo. Sabes que al amanecer todos recordaran al forastero, pero no te importa, cuando salga el sol te habrás marchado, estarás muy lejos.
Mira al cielo, hay una hermosa luna y miles de estrellas sobre tu cabeza, más allá de los tejados. Cualquier novato se habría subido a un tejado de esos para llegar a su destino sin ser
visto, pero eres un experto, prefieres recorrer las calles embarradas, como si lo hubieses hecho durante cada uno de los días de tu existencia, como si estuvieses recorriendo las calles de tu ciudad, poniendo cuidado en no pisar los surcos dejados por los carros.
Te pierdes entre las callejuelas, no sabes el camino pero es más seguro, no dudas de que encontrarás la casa que buscas. Caminas con la luna como único candelero, que te alumbra el camino como una fiel amiga, por eso prefieres trabajar las noches en las que brilla la luna, porque es una buena cómplice.
Detienes tus pasos, atento a una casa, la titilante luz de una lámpara deja ver que hay gente en el interior, atiendes a la fachada y reconoces las señas, cuadra con la descripción, es el lugar al que debes llegar.
Sólo te queda cruzarte con Thomas, el nombre gana fuerzas a medida que te acercas a la fachada, ahora Thomas tiene una casa, lentamente se convierte en una persona, dentro de tu cabeza va adquiriendo huesos, carne y, sobre todo, mucha sangre.
Observas los alrededores, hay un muro que te puede servir, así que saltas sobre este con la agilidad de un gato y esperas. Hay un ruido, parecen pasos. Te zambulles entre las sombras para esconderte mientras una patrulla se acerca, no has hecho nada que te delate, sólo es rutina.
Atiendes a los sonidos que te rodean, sabes que tienes que ser cauteloso, sobre todo ahora.
Se han ido, te incorporas sobre el muro y miras la fachada. Al lado de la ventana iluminada hay otra, no hay luces pero está abierta. Es fácil para ti, alcanzas la ventana y, antes de saltar al interior de la casa, te quitas las botas, llenas de barro, no es profesional dejar huellas por toda la casa.
Te detienes antes de saltar dentro, sabes que cuando pongas los pies dentro de esa casa, Thomas no será un nombre, te encontrarás con una persona de verdad.
La habitación es pequeña, está a oscuras pero no es problema. Tu instinto te advierte de que alguien respira cerca, hay muebles pero descubres a un crío que duerme, no es más que un bebé, una criatura que no es consciente del daño que te hace su sola existencia: ahora Thomas es también padre.
No hay felino que te supere en avanzar sin hacer ruido, caminas hasta la puerta, entreabierta, y lentamente, sujetándola con ambas manos para evitar los crujidos, la abres un poco más, suficiente para que tu delgado cuerpo cruce al otro lado.
Se oye perfectamente una charla, distingues una voz de hombre y otra de mujer, estás seguro de que se trata de la persona a la que buscas y la madre del bebé. Debes reconocer el lugar y asomas la cabeza.
Un hombre de aspecto pulcro bebe mientras revisa unos documentos sentado a la mesa, la mujer, está al otro lado de la sala, guardando algo. Están de espaldas los dos, puedes ver la rubia melena de la esposa, es joven aún. Puedes ver también el mobiliario, la casa haría las delicias de cualquier ladrón, pero tú no eres tan vulgar, aún tienes dignidad.
El llanto del bebé te hace ocultarte rápidamente, con el corazón alterado por la sorpresa. Oyes los pasos de la mujer que se acerca cruzando la sala contigua, tienes poco tiempo y te colocas tras la puerta, hay sitio y suficiente oscuridad para refugiarte allí. Ella pasa por delante de ti, sin mirarte, nadie se percata de tu presencia nunca. Se acerca al pequeño y aprovechas para salir de la estancia una vez más. La voz de la mujer trata de calmar al niño, una voz tan dulce que te hace sentir más ruin que nunca.
Con las botas sujetas a tu cintura, avanzas descalzo por la sala. Thomas no mira en tu dirección, nadie se percata nunca de tu presencia, eres un mero fantasma, una sombra que no llegan a detectar. Oyes la voz de la mujer, sigue con el niño, mientras siga con él, estás a salvo.
No te cuesta trabajo colocarte a la espalda de Thomas, sigue distraído. Con un veloz movimiento le cubres la boca con una mano, la otra aparece del otro lado sosteniendo un afilado cuchillo de hoja curva, que se posa contra el cuello del desgraciado.
Tiembla, está aterrado e intenta luchar, pero es débil, no puede zafarse de tu agarre y haces un pequeño corte en su piel para asustarlo, deja de debatirse al momento.
-Te voy a hacer una pregunta, sólo una, quiero que respondas rápido, no trates de alertar a tu esposa o tendré que mataros –avisas empleando un tono gélido-. ¿Cómo te llamas?
Apartas la mano lentamente, sabes perfectamente lo que sucederá a continuación, es Thomas, no tienes dudas, encaja con las señas que has recibido. Notas los latidos desbocados de su corazón, está aterrorizado. Jamás matarías a esa mujer, aunque Thomas gritase, pero prefieres asegurarte de que es él.
Percibes sus deseos de gritar, su corazón late tan fuerte que, por un momento, temes que le estalle en el pecho, está sudando, suda mucho y le tiemblan las manos. Es Thomas, ahora es de carne y hueso, está delante de ti lo tienes dominado, pese a tu conciencia, no te tiemblas las manos.
-Me llamo Thomas Vheck, señor –responde con un tono extraño, demasiado aterrado.
Le cubres la boca de nuevo, es él. Aprietas un poco el cuchillo contra su cuello y dejas que la hoja resbale por el cuello. Se debate, empieza a luchar para liberarse pero la sangre, caliente y pegajosa, ya corre entre tus dedos. Sujetas con fuerza su cabeza, evitando que haga ruidos innecesarios. Está muerto, acabas de terminar con la vida de Thomas.
El llanto del niño no se oye, se ahoga la voz de la mujer y entiendes que debes escapar ya. Sientes lástima por ella, es joven aún, te duele que por tu culpa deba encontrarse con tal espectáculo ahora. Casi con mimo, delicadamente, dejas la cabeza del hombre sobre la mesa, apoyada, y saltas por la ventana, descolgándote sobre el muro. Agarras las botas y te las calzas rápidamente.
Oyes el chillido de la mujer y saltas a un tejado, ahora sí te interesa escapar rápido sin que te vean, no puedes cruzar por las calles, pronto se llenarán de guardias y curiosos. La sangre de Thomas aún te mancha los dedos, nunca te ha gustado el tacto, pero no te importa mucho cuando corres, alejándote de los escalofriantes gritos que rompen la noche.
Thomas ya no es un nombre, es un cadáver, un hombre muerto que deja una viuda y un huérfano. Te sientes miserable, en cierto modo envidias a ese hombre, al que acabas de matar. Está muerto, pero tiene quien le llore, tiene alguien que le recordará. Tú no, sólo eres un asesino, una sombra que no ama ni tiene quien le ame, un fantasma solitario que se pierde en medio de la noche. Es tu oficio, y mientras desapareces, sólo hay una cosa que te pasa por la cabeza:
“Es sencillo, cinco mil ahora y cinco mil cuando el trabajo esté terminado”.

lunes, 31 de octubre de 2011

El puente.

A veces, puedo ser un verdadero idiota, porque los que me conocen saben muy bien el tipo de persona que soy, es dificil estar a mi lado.
Este cuento era un proyecto para halloween, para poner algo en mi blog que llevo olvidado tanto tiempo. 
No me gusta este relato, de hecho iba directo a la papelera para ser eliminado, pero lo cuelgo al final porque hay una persona que me lo ha pedido y se lo merece.
Espero que no os disguste demasiado.

El puente.


Detuvo el ciclomotor, molesto. El motor se había parado solo y no llevaba el móvil encima. Tendría que empujar durante cuatro kilómetros sin nadie que pudiese ayudarle. Se bajó y suspiró.
Disfrutaba cada vez que le era posible de sus paseos nocturnos, cogía su moto para conducirla por los caminos, abandonados desde que se construyera la carretera nueva.
Hacía frío, una brisa suave que arrastraba perezosas nubes por el cielo, que no llegaban a ocultar la hermosa luna. Se había detenido sobre el puente, un viejo puente romano que ya no usaba nadie. Desde su posición podía ver, a bastante distancia, el puente nuevo que cruzaba el río, ahora seco.
Pocas veces había visto el río, últimamente sólo quedaban matojos y suelo reseco por donde pasaba el agua tiempo atrás. Se acercó a la baranda de piedra y miró hacia abajo en medio de la noche. Habría unos cuatro metros, apenas llegaba a ver un par de matojos y alguna criatura nocturna que correteaba entre estos.
Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó el paquete de tabaco, su último cigarrillo estaba allí, algo arrugado. Se lo llevó a la boca y empezó a fumárselo con calma. Escuchaba el sonido de la naturaleza, a cierta distancia los árboles se alzaban fundiéndose sus copas con la noche, el olor del combustible quemado se perdía para dar paso a un olor que no reconocía, dulzón.
Miró el extremo encendido del cigarro y dio otra larga calada antes de tirarlo por el puente. Se giró para mirar su moto y suspiró, pensando en lo que haría ahora.
-¡Cuidado! –Protestó una voz femenina.
Se quedó helado unos momentos, la voz venía del lecho seco del río. Corrió para asomarse y descubrió el ascua del cigarrillo tirada en el suelo y el reflejo de la luna en dos ojos. Había alguien allí abajo mirándolo. El sonido de pisadas subiendo por una pequeña cuesta de tierra y vegetación lo alarmaron, pero pronto se encontró cara a cara con aquella persona.
Era una chica, tal vez un poco más joven que él. Lo miraba con aquellos ojos, el reflejo de la luna los hacía brillar, pero parecían capaces de brillar por sí solos. Tenía una melena dorada que enmarcaba un rostro delicado de labios carnosos, era hermosa, tan hermosa que miró de nuevo al lecho seco pensando que estaría allí con su novio. No había nadie.
-Lo siento, no sabía que estabas ahí debajo –dijo, avergonzado.
Era una muchacha preciosa y él había estado a punto de quemarla con un cigarro.
-No esperaba encontrarme con nadie en un sitio tan apartado –murmuró ella, pensativa-. No mires más, no hay nadie ahí abajo. Me llamo Ana.
-Yo Diego –respondió.
Estaba tenso, había algo en la mirada de Ana que lo desconcertaba. Era preciosa, pero no se trataba de eso, sino de otra cosa que lo mantenía alerta. Ella se acercó un paso y Diego no pudo evitar apartar ligeramente uno de sus pies, cosa en la que pareció reparar ella.
-Bonita moto –dijo, señalando.
-Bueno, al menos cuando arranca lo es –protestó, acercándose a su ciclomotor.
-¿Has probado a encender el motor de nuevo?
Tenía el extraño deseo de salir pitando de allí, algo en su interior lo hacía preocuparse. Giró la llave y apretó en encendido para escuchar la respuesta del motor en forma de ronroneo suave y constante.
-Me has traído suerte –dijo, mirándola.
La luna se reflejaba en un colgante con forma de colmillo, parecía de metal.
-Bueno, a lo mejor podrías darme un paseo –dijo ella, con tono cauto-, he venido a pasar unos días con mis tíos y este paisaje es bonito.
No se negó, no podía negarse ante un rostro tan agradable. Avanzaron por el camino durante un rato, el motor respondía bien de nuevo y Diego sentía las manos de la muchacha alrededor de su estómago, agarrándose con fuerza con cada bache.
-Este sitio es bonito –susurró ella en alguna parte cerca de su oído.
-Seguro que donde tú vives también hay campos de cultivo, no es para tanto –respondió él, disfrutando-. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?
Ella no dijo nada durante un buen rato, luego susurró:
-Me gustaría ver este sitio desde más arriba.
Diego asintió, aceleró y tomó uno de los caminos, en busca de un lugar perfecto. Sabía que ella se refería a la sierra, desde allí se dominaba toda la zona. Cuando detuvo la moto ella no dijo nada, sólo miraba en silencio.
A lo lejos el pueblo rompía la oscuridad, al igual que montones de puntos luminosos dispersos por los campos. El frío atravesaba su piel para morderle en los huesos, pero estaba a gusto allí, al lado de aquella joven.
-Gracias, al principio no estaba segura de si podía fiarme de ti, pero veo que sí –dijo Ana empleando un tono pensativo-. ¿Podríamos volver? Se hace tarde.
-¿Dónde viven tus tíos?
-No, a casa de mis tíos no, al puente –pidió.
Se giró para mirarla, parecía tremendamente triste, sus ojos eran bonitos pero por el brillo de la luna apenas lograba ver su color, parecían verdes.
-No creo que sea un buen lugar para dejarte.
-Por favor –insistió ella.
Asintió, dispuesto a llevarla de vuelta.
Hacía mucho más frío ahora, pero la chica contemplaba el puente, más cercano cada vez, apretó con más fuerza al muchacho.
-Gracias por ser bueno conmigo –dijo en un susurro.
Detuvo la moto y ella se bajó, sonrió con tristeza y miró al cielo.
-Ahora tengo que irme –suspiró-, toma, quiero darte esto como regalo por haberte comportado tan bien conmigo.
Le ofrecía algo pequeño que brillaba en su mano, un colmillo de metal, su colgante. El viento se detuvo y de nuevo aquél olor dulzón, parecía más fuerte ahora.
-Lo dices como si no nos fuésemos a cruzar más –respondió, preocupado por aquella mirada.
Se lo puso en las manos y sonrió.
-Tal vez no –dijo, caminando de espaldas-. Ahora vete, no quiero que me sigas.
Miró el colgante, suspiró al ver cómo bajaba de nuevo por la cuesta y negó lentamente, sin entender nada de lo sucedido. Guardó el colgante en el bolsillo de su chaqueta y se dispuso a marcharse.
Escuchaba algo, un lamento que venía del lecho seco, un llanto que rompía la armonía de la noche. Ana estaba llorando. Bajó de la moto y se asomó, debía estar debajo del puente. Se acercó a la cuesta para bajar y sintió el olor, más fuerte aún. Bajó con cuidado para evitar caerse, ayudándose con algunas ramas. El sonido del llanto cesó.
-¡No debes seguirme! –Protestó ella.
No le importaba, estaba llorando y quería saber qué pasaba allí.
Asomó para descubrir a la chica, sus ojos brillaban aún aunque no había luna que se reflejase en ellos, estaba agazapada en el suelo al lado de un bulto oscuro. El olor era ya insoportable, el de la carne en descomposición. Un paso adelante y pudo entender que Ana estaba incorporada delante de su propio cuerpo.
Lo miraba, furiosa.
-No debiste seguirme –lamentó, levantándose.
Su rostro ya no era hermoso, ahora se trataba del rostro del cuerpo tirado en el suelo. Diego dio media vuelta y subió corriendo la cuesta, sabía que estaba tras él. Arrancó la moto y aceleró.
Sintió unos dedos fuertes que se clavaban en su brazo, estaba en la moto, tras él, lo arañaba con fuerza y el olor empezaba a marear a Diego. El dolor, el miedo…
Rodó por el suelo, escuchando en sus oídos el llanto de Ana.


Despertó rodeado de gente, el sol había salido y había gente allí. Un enfermero lo miraba con ojo crítico, atento a sus heridas.
-Has tenido suerte, no parece que te hayas caído desde el puente.
No lo creía, no se había caído del puente, lejos, cuando perdió el control de la moto y cayó a la cuneta.
-La moto está allí arriba, destrozada, me alegro de que hayas corrido mejor suerte –dijo el enfermero-. La policía quiere hablar contigo, parece que has caído cerca de un cuerpo, una pobre chica que lleva días desaparecida.
No era posible, miró hacia la gente y pudo ver cómo levantaban un bulto cubierto con una tela blanca para apartarlo.
-Pero no puede ser…
-Tranquilo, sabemos que no has tenido nada que ver, te has pegado una buena.
Negó, no podía ser real, todo lo de aquella noche…
Rebuscó en su bolsillo y sacó el colgante de Ana, estaba allí, el colmillo de metal. Todo había sido real. Miró entre la gente, policía y curiosos que pasaban por la zona. La vio allí, caminando entre la gente, sonrió a Diego y, como si nunca hubiese existido, desapareció.

sábado, 15 de octubre de 2011

Ojos muertos.

Al parecer, el anterior cuento ha gustado a los lectores de este humilde rinconcito, y tengo practicamente en marcha una precuela del cuento anterior. No tengo mucho que decir ni que opinar, así que seguiré mientras con mi serie de cuentos. Espero que os guste el que os dejo.

Ojos muertos.

Se revolvió en el lecho y despertó. A su alrededor sólo tenía oscuridad, rota solamente por la lucecita de la televisión, un pequeño ojo rojo que le miraba a través de la negrura.
Oía perfectamente la lluvia sobre el techo de policarbonato que cerraba el patio, al otro lado de la ventana de su habitación, gotas gruesas que caían con fuerza, y el eco en las paredes aumentaba el sonido.
Pese a la insistente lluvia hacía calor, no podía estar en la cama con las mantas hasta el cuello, y se destapó. Quiso dormir de nuevo, no podía.
Se incorporó para alcanzar el interruptor y tentó la pared hasta dar con él, cerró los ojos ante el fogonazo de luz amarilla contra las paredes blancas, el ojo rojo de la televisión no resultaba tan llamativo ahora.
Miró su reloj de pulsera y esperó, su mente necesitaba un poco de tiempo para entender que había despertado. Las tres de la mañana, ya era domingo.
Necesitaba beber un poco de agua. Se puso las zapatillas para cruzar su austera habitación y tirar del pomo de la puerta.
El salón estaba en sombras, como toda la casa, y contra las ventanas que daban al otro patio se estrellaban las gotas de lluvia, llegaba cierta luz tenue de una farola de la calle, pero resultaba insuficiente.
Caminó dos, tres y cuatro pasos para acariciar con la yema de sus dedos la pared, rozando el plástico del interruptor. De nuevo el fogonazo de luz y suspiró.
No necesitó mirar para entender que algo extraño pasaba, algo que no lograba percibir. No se movió, apoyado contra el interruptor esperó, intrigado.
-Ha dejado de llover –murmuró finalmente al entender que la lluvia no resonaba contra los cristales.
Y se dispuso a caminar hacia la cocina para apagar la sed.
Paró en seco, llovía aún afuera, contra los cristales, pero no lo oía aunque por la ventana podía ver los destellos de los relámpagos y las gotas, rodando como lágrimas sobre la superficie del cristal, sin embargo oía sus propios latidos y tenía aquella sensación extraña, un instinto heredado de nuestros antepasados que le gritaba.
No estaba solo.
Nervioso se giró y quedó helado ante la visión. El sofá, las sillas de mimbre y la mesa a la que se sentaba para comer, todo estaba como siempre, un par de muebles pegados a las paredes bañadas por la luz amarillenta de la lámpara, pero ante la puerta del patio había algo que miró sin poder evitarlo, y aquello le devolvía la mirada.
-¿Tienes miedo? –Preguntó aquello.
Aunque poseía una voz fría, había usado un tono extrañamente cariñoso.
Era alto, superaba el metro ochenta y cinco y cubría su cuerpo con una negra capa, larga hasta el suelo. Alzó una mano para apartar la capucha y descubrió un rostro joven, de facciones delicadas y pelo oscuro muy largo, ensortijado en las puntas.
Había algo en los ojos de aquél extraño, estaban vacíos de todo sentimiento, eran como dos pedazos de hielo oscuro en mitad de la nada, incapaces de mostrar simpatía o rencor, no parecían humanos.
-¿Qué haces en mi casa? –La voz del hombre sonó firme a pesar de su miedo.
-Venía a verte, Eduardo –fue la respuesta.
-¡¿Cómo sabes quién soy?! –Eduardo dio un paso atrás-, ¿Quién eres?
El joven de la capa sonrió divertido, como si no estuviese habituado a aquella pregunta, que parecía toda una broma ante sus ojos muertos.
Eduardo reparó en algo que se movía a la espalda del extraño, algo que se recortaba contra la pared.
Alas de oscuras plumas que se mantenían quietas, sólo un ligero balanceo en ellas las delataba.
-¿No sabes quién soy, Eduardo? –Preguntó con una sonrisa en su rostro-, me llamo Itharus, aunque vosotros me llamáis Muerte.
-¿La…, Muerte?
Tembló ante la sonrisa de Itharus, una sonrisa gélida en la que sus ojos no participaban. Las alas de azabache se agitaron cuando dio un paso hacia el hombre.
-Vengo para llevarte –susurró con aquél tono, que desgarraba el alma de Eduardo con cada sílaba.
-Te equivocas, no puedes llevarme –se apartó de Itharus, quien pretendía acercarse a él sin aumentar su velocidad-, no es mi hora.
La estridente carcajada de La Muerte hizo que Eduardo cayese de espaldas, golpeando sin querer un mueble, había controlado su miedo, pero aquella risa era demasiado para sus nervios.
Los trozos de un jarrón saltaron hechos añicos contra el suelo, sin embargo Eduardo no atendió a ellos, ni a que bajo su palma había un trozo clavado que le hacía sangrar.
Sólo quería correr hacia la puerta que llevaba al baño, saliendo al patio en penumbra y corriendo, oyendo una vez más la lluvia contra el techo.
-¿Crees que ninguno corre? –Se burló Itharus. La voz sonaba dentro de su cabeza, como si le tuviese encima-. Es inútil, pero todos tratan de escapar, aunque sea inútil.
Entró al baño y empujó la puerta, cerrando el cerrojo para evitar que entrase. De un manotazo encendió la luz. Las cortillas ocultaban una pequeña bañera blanca, el servicio con una corta cadena oscura y el lavabo, con un espejo redondo justo encima.
Negó, oía la tormenta contra el policarbonato, escuchaba los estallidos y luchaba por entender que era imposible lo sucedido. Estaba soñando aún, no era posible que La Muerte apareciese así.
-La Muerte es un esqueleto con guadaña –murmuró, como si sus propias palabras ayudasen a su mente a comprender que todo debía ser un sueño.
Se acercó al lavabo y giró la llave, el agua fría rozó sus manos para calmarle, y enjuagó su rostro cubierto de sudor. Realmente la muerte no encajaba con aquella imagen, no era posible.
La lluvia apretó y por un momento sólo podía escuchar aquellos goterones, el cielo lloraba con furia, estallando en relámpagos y truenos, el agua corría entre sus dedos y volvió a llevarse las manos al rostro, chorreando sobre el lavabo. A tientas dio con una pequeña toalla de mano y se secó, suspiró con el rostro cubierto y los ojos cerrados, cada vez más convencido de que acababa de despertar.
Apartó la toalla y la encontró manchada de sangre, su caída había sido real y la sangre que cubría su mano estaba ahí, delatando ahora un punzante dolor en su palma, pero todo lo demás debía ser un simple sueño.
-Habrá sido un sueño –suspiró, deseando no temblar como lo hacía.
-¿Eso piensas?
Sintió un escalofrío que sacudió su espalda, tembló aterrado y cerró los ojos sin saber cómo actuar, había sonado justo tras él, y lentamente se giró.
El hondo suspiro le ayudó a sonreír, tras él sólo estaban las cortinas de la bañera, demasiado translúcidas como para que hubiese alguien sin ser visto.
Más tranquilo se giró para cerrar el grifo, y durante un segundo observó su reflejo en el espejo. Una vez más aquél escalofrío, el temor que sentía le hizo buscar de nuevo la ficticia seguridad de la toalla, donde ocultó momentáneamente el rostro húmedo. Apartó la toalla y la dejó, cerró la llave del grifo y lanzó una mirada al reflejo del espejo. Se apartó dos pasos.
-Y aún así, todos intentan escapar –susurró la voz con dulzura en su tono.
Estaba ante él, devolviéndole la mirada al otro lado del espejo con una extraña sonrisa en la que sus ojos muertos no participaban, las alas negras se agitaban lentamente mientras se movía, surgiendo del espejo con una terrible lentitud.
Eduardo quedó bloqueado unos segundos, su cerebro no respondía y entonces su cuerpo reaccionó, lanzó un enorme alarido y se apartó, sus piernas no respondieron y notó que perdía el equilibrio.
Todo se detuvo mientras caía, un segundo eterno mientras aquella forma humana sonreía, y sacaba del espejo sus hombros, los azulejos de las paredes reflejaban a aquél ser al tiempo que otro relámpago iluminaba la noche.
No sintió nada cuando su cabeza cayó y su nuca golpeó brutalmente contra la bañera. Como un muñeco rebotó y quedó tirado junto a las cortinas. No era capaz de moverse, ni siquiera sus ojos, que seguían observando a Itharus, que sacaba sus negras alas de azabache a través del cristal. Parecía reír cuando se acercó al cuerpo inerte y bajó una mano pálida y huesuda, con unos dedos extremadamente largos.
Eduardo no sentía, no podía sentir, tenía la nuca destrozada y sabía que no era posible, pero veía cómo Itharus atravesaba limpiamente su pecho con aquellos largos dedos. Notó que le levantaba y le colocaba a su lado, sacó la mano de su cuerpo y Eduardo sintió de nuevo sus piernas y brazos.
-Mortales…, me encontráis siempre allí donde menos lo esperáis –comentó riendo la parca.
Ante aquél comentario, en un acto reflejo, Eduardo miró hacia la bañera, allí estaba él, tirado como un muñeco roto, con los ojos abiertos y una expresión aterrada en el rostro.
-¿Estoy… muerto?
Se sintió estúpido, era obvio.
Oía la tormenta, cebándose con saña con su techo de policarbonato.
Apreció que unos dedos sujetaban su hombro, pero no podía moverse, Itharus tiró de él y sus pies se movieron obedientes, le llevó hasta el espejo y le hizo cruzarlo lentamente.
Lanzó una última mirada a su cuerpo, y luego a la muerte, que se limitó a sonreír.
-¿Ves que no sirve de nada correr? –Preguntó dulcemente.
Eduardo asintió, sin deseos de ver más su propio cuerpo tirado en el suelo. Finalmente su cabeza cruzó el espejo.

martes, 11 de octubre de 2011

El espejo.

Siempre me ha gustado escribir, cuentos, novelas, descripciones... cualquier cosa, por eso una de las cosas que me gustaría hacer, es colgar mis relatos, así que, ahí va uno. El espejo es un relato más o menos de terror, no sabría decir si es bueno o decepcionante, pero en fin, os lo dejo de todas formas:

El espejo.

Desde el primer momento desde el comienzo de sus vacaciones, había sentido algo extraño en su nueva casa. Aún no había bajado todas sus cosas de la furgoneta cuando le pareció sentir algo que le rozaba al entrar. Como era de esperar nunca prestó atención a aquello, jamás habría tenido miedo en su propia casa de algo imaginario.
Era todo un hombre, había viajado y visto mundo, trabajado para una empresa en busca de terrenos que pudiese comprar y aprovechar de la mejor manera posible. Ahora tenía por delante un mes completo descansando en su nueva casa, amplia y de piedra, como las que construían antes, con dos plantas y una instalación eléctrica que dejaba mucho que desear, sin embargo era su casa y ahora estaba en ella.
Apenas había vecinos, era uno de esos pueblos perdidos en los que todos conocían a todos y la gente se saludaba por la calle cada vez que se cruzaba, le gustaba todo eso, siempre le había atraído.
Dedicaba los días a cuidar de un pequeño corral en el que había varias plantas sembradas, algunas que él no había visto nunca pero eran realmente hermosas. Flores que alguien había sembrado allí, parecidas a la dalia pero con un colorido magistral en sus tallos, algo que nunca vio antes.
La casa de sus sueños era realmente perfecta a pesar de las constantes peleas con el calentador del agua, además la instalación eléctrica impedía tener conectado el ordenador y al mismo tiempo el frigorífico, pues saltaban los plomos. Aún así pasaba demasiado tiempo fuera, y sólo estaría allí durante más de una semana aquél mes. Quería descansar de tanto viaje, harto de largas colas en los aeropuertos, despertar al aterrizar y comida precalentada. Se sentía como si realmente no tuviese una vida propia, siempre de uno a otro lado.
Todo parecía perfecto, sin embargo desde que llegó a la casa, empezó a sentir que el sueño no le llegaba. Las noches las pasaba tumbado, leyendo alguna de esas muchas novelas que siempre había querido leer, achacando su insomnio a estar acostumbrado al ajetreo.
Durante la noche del quinto día, dejó el libro a un lado, sobre la mesilla de noche. Afuera hacía viento y estaba despejado, podía verlo por la ventana. Tenía la habitación en la planta de arriba, sin embargo el baño estaba debajo. Sin pereza alguna encendió la luz del pasillo y se dispuso a bajar las escaleras.
Un escalofrío le recorrió la espalda y se detuvo, sorprendido, ante aquella sensación extraña. Alguna ventana debía estar abierta abajo y hacer corriente, cualquier cosa podía ser.
Bajó con la sensación de nerviosismo las escaleras, intentando centrarse, no entendía qué le estaba pasando. Orinó sin dejar de mirar a su espalda y se acercó al lavabo para lavarse las manos. Vio su propio reflejo en el espejo que había ante él, sobre el lavabo, y sintió algo extraño mientras veía sus ojos al otro lado del cristal. Le pareció ver una sonrisa en aquellos labios del reflejo, pero no había sonreído. Cerró el grifo y se apartó del espejo, mirando este como si esperaba ver su reflejo aún, observándole desde el otro lado con vida propia.
Algo en su interior le instaba a no dar la espalda al espejo, pero se giró para salir de allí y sintió de nuevo un escalofrío, se giró sin ver nada.
Escenas como aquella se repitieron durante las noches siguientes, noches de insomnio, nerviosismo, miedo…, algo estaba pasándole, la falta de sueño le jugaba malas pasadas, creía oír su nombre, resonando entre las paredes del piso bajo, oía llantos y ruidos, siempre abajo, hasta que despertaba, o eso creía él, porque nunca lograba dormir.
Tras una semana estaba hecho polvo, su aspecto impecable de relaciones públicas se había perdido en el asomo de descuidada barba y ojos surcados por profundas ojeras. No encontraba placer ya en la lectura y las bonitas plantas del corral estaban marchitas, además empezaba a perder la cabeza. No recordaba haber dejado la nevera abierta, creía haber hecho la cama y se dejaba la puerta que daba al corral, abierta, el viento la hacía dar portazos de noche y tenía que bajar a cerrar por la noche.
Nervioso, dio la vuelta al espejo y lo miró fijo, por detrás estaba sucio, manchas por la humedad. Suspiró con cierto alivio y orinó en paz, luego se acercó al lavabo y se quiso lavar las manos, pero se quedó helado. Su reflejo le volvía a sonreír desde el espejo.
Un paso atrás y negó lentamente, su reflejo también lo hizo.
-¡¿Quién anda ahí?!
Sabía que no se oiría respuesta alguna, no había nadie en la casa aunque deseaba que todo fuese una broma de mal gusto. Tal vez no había dado la vuelta al espejo, tal vez…
Quedó quieto una vez más, el reflejo tenía una mirada tranquila, y la sonrisa en sus labios, no contrastaba para nada con su aterrado rostro.
O se estaba volviendo loco o algo muy extraño pasaba en aquella casa.
Los sonidos que oía por la noche se hicieron más insistentes, colocó un cubo junto a su cama para no tener que bajar en medio de la noche, intentó ignorar los portazos y el frío. Hasta que una noche, medio dormido, oyó un crujido. La puerta de su habitación se había abierto lentamente.
Su respiración se aceleraba, cada segundo que pasaba con la cabeza hundida en la almohada era un infierno, escuchando aquellos sonidos tras él. Todo aquello no tenía sentido, no podía haber nada allí.
Se giró lentamente y su corazón a punto estuvo de pararse. La puerta estaba abierta, pero no del todo, y por la rendija que quedaba podía ver que unos ojos parecidos a los suyos le devolvían la mirada.
Fingió estar dormido mientras los latidos de su corazón le atemorizaban y le torturaban los escalofríos en su espalda.
El amanecer llegó y temblaba aún, pero se giró. La puerta seguía igual, no había ojos allí. El sol entraba por la ventana para iluminar algo en el suelo. El espejo del baño, un espejo redondo que comprase en una tienda por poco precio, estaba ante él, tirado.
Lo sacó al corral con el reflejo hacia abajo, temiendo ver algo que no quería. Abrió un hoyo entre las dalias marchitas y lo metió. Sujetó la pala y le propinó un fuerte golpe. El cristal saltó, pero él ya estaba cubriendo con tierra los restos.
Pudo dormir por fin aquella noche, sin embargo volvió a despertarse para ir al baño. Durante las cinco horas de sueño pasadas se sentía como nuevo, alegre por fin cuando abrió la puerta de la habitación para ir al baño.
El alma le cayó a los pies cuando descubrió el espejo en medio del aire a la altura de sus ojos con el burlón reflejo riéndose de él. Unos instantes pasó inmóvil hasta que entró y cerró de un portazo. Su corazón botaba y el miedo se adueñó de él. Corrió a la cama y se tumbó, entonces descubrió que su vejiga se había vaciado en su pijama, mojándole entero.
Cuando se hizo de día, armado de valor, abrió la puerta para encontrar el espejo en el suelo, como si fuese el regalo de un macabro gato, aunque él prefería encontrar ratones muertos.
Durante otros dos días de insomnio encontró el espejo, y la puerta entreabierta. Puso un candado pero la puerta seguía abriéndose como si nada.
Aquella tarde, metiendo sus pertenencias de nuevo en la furgoneta de mudanza, cerró la puerta del baño decidido a abandonar el espejo allí. La última caja la guardó y sonrió por primera vez en mucho tiempo, iba a cerrar la puerta cuando vio un destello sobre las cajas del fondo, como si de una burla macabra se tratase, una voz resonó junto a su oído con tono burlón, una voz que le heló la sangre.
-Tranquilo, el espejo lo llevo yo.